Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Retomando las catequesis sobre la celebración
eucarística, consideramos hoy, en nuestro contexto de los ritos de
introducción, el acto penitencial. En su sobriedad, esto favorece la actitud
con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea,
reconociendo delante de Dios y de los hermanos nuestros pecados, reconociendo
que somos pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, está dirigida a
toda la comunidad en oración, porque todos somos pecadores. ¿Qué puede donar el
Señor a quien tiene ya el corazón lleno de sí, del propio éxito? Nada, porque
el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, lleno como está de su presunta justicia.
Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solamente el segundo
—el publicano— vuelve a casa justificado, es decir, perdonado (cf Lucas
18, 9-14). Quien es consciente de las propias miserias y baja los ojos con
humildad, siente posarse sobre sí la mirada misericordiosa de Dios. Sabemos por
experiencia que solo quien sabe reconocer los errores y pedir perdón recibe la
comprensión y el perdón de los otros. Escuchar en silencio la voz de la
conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos son distantes de los
pensamientos divinos, que nuestras palabras y nuestras acciones son a menudo
mundanas, guiadas por elecciones contrarias al Evangelio. Por eso, al principio
de la misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una
fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada
uno confiesa a Dios y a los hermanos «que ha pecado en pensamiento, palabras,
obra y omisión». Sí, también en omisión, o sea, que he dejado de hacer el bien
que habría podido hacer. A menudo nos sentimos buenos porque —decimos— «no he
hecho mal a nadie». En realidad, no basta con no hacer el mal al prójimo, es
necesario elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen
testimonio de que somos discípulos de Jesús. Está bien subrayar que confesamos
tanto a Dios como a los hermanos ser pecadores: esto nos ayuda a comprender la
dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de
nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta la relación con Dios y
corta la relación con los hermanos, la relación en la familia, en la sociedad,
en la comunidad: El pecado corta siempre, separa, divide.
Las palabras que decimos con la boca están
acompañadas del gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado
precisamente por mi culpa, y no por la de otros. Sucede a menudo que, por miedo
o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitir ser
culpables, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios
pecados. Yo recuerdo una anécdota, que contaba un viejo misionero, de una mujer
que fue a confesarse y empezó a decir los errores del marido; después pasó a
contar los errores de la suegra y después los pecados de los vecinos. En un
momento dado, el confesor dijo: «Pero, señora, dígame, ¿ha terminado? — Muy
bien: usted ha terminado con los pecados de los demás. Ahora empiece a decir
los suyos». ¡Decir los propios pecados!
Después de la confesión del pecado, suplicamos a la
beata Virgen María, los ángeles y los santos que recen por nosotros ante el
Señor. También en esto es valiosa la comunión de los santos: es decir, la
intercesión de estos «amigos y modelos de vida» (Prefacio del 1 de noviembre)
nos sostiene en el camino hacia la plena comunión con Dios, cuando el pecado será
definitivamente anulado.
Además del «Yo confieso», se puede hacer el acto
penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Piedad de nosotros, Señor /
Contra ti hemos pecado. / Muéstranos Señor, tu misericordia. / Y dónanos
tu salvación» (cf. Salmo 123, 3; 85, 8; Jeremías 14, 20).
Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua
en memoria del Bautismo (cf. OGMR, 51),
que cancela todos los pecados. También es posible, como parte del acto penitencial, cantar el Kyrie
eléison: con una antigua expresión griega, aclamamos al Señor –Kyrios–
e imploramos su misericordia (ibid., 52).
La Sagrada escritura nos
ofrece luminosos ejemplos de figuras «penitentes» que, volviendo a sí mismos
después de haber cometido el pecado, encuentran la valentía de quitar la
máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David
y a las palabras que se le atribuyen en el Salmo. «Tenme piedad, oh Dios, según
tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito» (51, 3). Pensemos en el hijo
pródigo que vuelve donde su padre; o en la invocación del publicano: «¡Oh Dios!
¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18, 13). Pensemos también
en san Pedro, en Zaqueo, en la mujer samaritana. Medirse con la fragilidad de
la arcilla de la que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece:
mientras que nos hace hacer cuentas con nuestra debilidad, nos abre el corazón
a invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y esto es lo que
hacemos en el acto penitencial al principio de la misa.